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03/04/2007

Causas sociales y implicancias morales de las enfermedades (conferência de Berlinguer na Fiocruz)

Giovanni Berlinguer


Introducción

Cuando en el año 2004 el Dr. “Honoris Causa” Luis Inácio Lula da Silva discursó en esta institución, dijo: “A FIOCRUZ significa muito, mas muito para nosso país e eu penso que qualquer investimento que façamos aqui é pouco diante do que a FIOCRUZ já fez por este país. A FIOCRUZ nos orgulha, a todos nós brasileiros”. Yo también participo de ese orgullo, no sólo por respetar a esta institución por su historia en el campo de la ciencia, no solamente “pelas inumeras vidas que foram salvas pelas vacinas e medicamentos pesquisados ou produzidos nos últimos cem anos”, sino principalmente porque es una institución proyectada hacia el futuro, pero que desde ya ejerce una función propulsora de la salud pública en el mundo. Este Título me torna plenamente partícipe de esta historia y de esta prospectiva, y después de treinta años de frecuente relación y de colaboración con Uds. y con tantos otros, me siento agradecido y feliz de estar aquí, además de hacerme sentir como un ciudadano más de este extraordinario país.

 

 Giovanni Berlinguer (Foto: Ana Limp)
Giovanni Berlinguer (Foto: Ana Limp)

Para este evento, he elegido como tema “las causas sociales y las implicancias morales de las enfermedades”. Esta opción me va a conducir entretanto hacia otros argumentos, como los de la biopolítica, la diferencia entre el paleoliberalismo y el neoliberalismo, los progresos y retrocesos de la salud pública en los años novecientos, así como la prospectiva de socialismo en este siglo en que ya estamos viviendo. Uds. siempre han sido muy generosos conmigo, y en esta ocasión me perdonarán si incurro en algún error.

Un problema muy antiguo

En el clásico libro Civilization and Health Henry E. Sigerist ha escrito que “en toda sociedad existente, la incidencia de la enfermedad está ampliamente determinada por factores económicos… Un bajo nivel de vida, la carencia de comida, de ropa y de combustible, miserables condiciones de vivienda y otros síntomas de pobreza han sido siempre causas mayores de enfermedad”. En toda sociedad existente. Inclusive, para destacar esta verdad él cita, con referencia a las condiciones de trabajo, un antiguo papiro egipcio que Sigerist juzga como a voice of rebellion:

“No he visto nunca a un herrero en calidad de embajador o a un fundidor enviado en misión, lo que yo he visto es al herrero trabajando: él se calcina en la boca del horno. El albañil, expuesto a todas las intemperies y a todos los riesgos, construye sin llevar ropa. Sus manos están desgastadas por el trabajo, su comida está mezclada con la suciedad y con los desechos: se come las uñas, porque no tiene otro alimento. El barbero se rompe los brazos para llenar el estómago. El tejedor que trabaja en casa está peor que la mujer: doblado en dos, con las rodillas contra el estómago, sin poder respirar. El lavandero en la orilla está próximo de los cocodrilos. El teñidor huele a huevas de pescado: sus ojos están cansados, sus manos trabajan sin pausa, y como pasa el tiempo tratando harapos siente profundo rechazo por la ropa”.

Un análisis, y una indignación, que se anticipan algunos milenios al tratado sobre las enfermedades laborales (el De morbis artificum diatriba), de Bernardino Ramazzini, al principio del siglo XVIII (dieciocho). Sin embargo, fue tan sólo en el siglo XIX (diecinueve) que los temas del trabajo y de las condiciones de vida, y su influencia sobre la salud y sobre la misma vida se pusieron a la orden del día y se debatió ampliamente al respecto. La trama entre una medicina que aspiraba a ser reconocida como ciencia y una sociedad que aspiraba al progreso, abrió camino a una consideración más atenta a la relación entre enfermedades y sociedad.

La demostración de las iniquidades
 
Después de las guerras napoleónicas L. R. Villermé, que ya era médico militar, empezó en Francia a analizar la mortalidad diferencial en los diversos Arrondissements (los barrios) de París. Al principio examinó los factores ambientales tales como la altitud, los vientos, las condiciones meteorológicas, sin hallar ninguna coincidencia con las diferencias en los niveles de mortalidad. Estudió luego la renta, y después las condiciones de vida de los habitantes, con precisas encuestas realizadas calle por calle. Resultó, por ejemplo, que en la rue de la Mortellerie, donde vivían los más pobres de los parisinos, había una mortalidad del 30,6 (treinta, coma seis) por mil mientras a poca distancia, en la Ile-Saint Louis, una zona más espaciosa y confortable donde vivían los ricos, el cociente era del 19,1 (diecinueve, coma uno) por mil. 

Claras eran las informaciones,  falsa fue la interpretación. Según Villermé, las causas  estaban “en los pobres como raza aparte, una muchedumbre bárbara e incivil, que se reproducía en exceso y que también moría en exceso”; él proponía, como solución, civilizar a los pobres a través del rigor moral y de la ciudadanía responsable, con la ayuda de la religión; y afirmaba, en consonancia con los economistas higienistas, que “no había ningún papel para el estado o para las reformas legislativas, porque eso habría minado la libertad y la iniciativa de los individuos”. Este era un eco que provenía, probablemente, de las orientaciones sostenidas por T. R. Malthus en su Essay on the Principle of Population (1798) (mil setecientos noventa y ocho). Malthus en realidad, que temía una expansión demográfica incontrolada y que presagiaba, como consecuencia, una próxima miseria colectiva, se oponía duramente al mantenimiento de las leyes inglesas a favor de los pobres. También se debe recordar, no obstante, que Gran Bretaña en el siglo XIX (diecinueve) fue promotora también de la salud pública, dio vida al Registrar General’s Office, que fue el primer y mejor instrumento de las estadísticas vitales europeas, y emprendió con Edwin Chadwick la construcción de la salud pública. 

En Alemania, en la segunda mitad del siglo XIX (diecinueve), las causas sociales de las enfermedades emergieron aún con mayor claridad. Por iniciativa de Virchow (el fundador de la biología celular) se enfrentaron directamente, de manera orgánica, las conexiones entre la salud y la política. Su empeño comenzó cuando el gobierno prusiano lo envió a Eslesia superior para una epidemia de tifoidea, y constató que la verdadera causa del mal estaba en las pésimas condiciones de vida, y en la mala higiene, en la pobreza, y todo eso era debido a la existencia de un estado autoritario y represivo. Habló luego de la necesidad de una “epidemiología sociológica”; sugirió como receta para la prevención “la educación acompañada por sus hijas: la libertad y la prosperidad”; formuló por último la expresión más clara e incisiva de las relaciones entre la medicina y la política: “Si la medicina quiere alcanzar completamente los propios fines, debe entrar en la más amplia vida política de su tiempo, y debe indicar todos los obstáculos que impiden que se complete el normal ciclo vital”.   

En ese mismo período, sin embargo, los trastornos de la revolución industrial nacida en Inglaterra (que ciertamente fue una piedra miliar del crecimiento económico y del desarrollo humano) multiplicaron las amenazas ambientales, también a causa de la migración masiva de los campos hacia ciudades inhospitalarias e insoportables. El primer impacto sobre la salud y sobre la seguridad de los trabajadores fue devastador. El exceso de horas laborales, la falta de suficiente y apropiada comida, la feroz explotación de las mujeres y de los niños, las viviendas malsanas, la carencia de educación fueron viles fenómenos que duraron décadas, sin reglas ni límites. Las consecuencias fueron atroces, y fueron definidas como “masacre industrial” o como “genocidio pacífico”.

Sólo en las últimas décadas del siglo las encuestas sociales y las inspecciones públicas, los movimientos humanitarios y las huelgas de los trabajadores, los contratos colectivos y las leyes sobre el trabajo de las mujeres y de los menores frenaron esta tendencia. Se abrió así la vía hacia beneficios importantes en favor de los trabajadores y hacia la reestructuración urbana. En ese período se crearon formas asociativas difusas y potentes, a partir de las sociedades de auxilios mutuos que fueron su embrión: los sindicatos, los partidos socialistas y diversas asociaciones de trabajadores con una inspiración reivindicatoria y religiosa. Gran Bretaña, y luego Francia, Alemania, Italia fueron pioneras en estas transformaciones, que se difundieron también hacia otras partes del mundo. La bella revista História, Ciencia, Saúde: Manguinhos, publicada por Fiocruz cuenta a menudo el nacimiento y el desarrollo de estas experiencias en Brasil y en América del Sur.

Como resultado se obtuvieron mayores derechos, representaciones reconocidas, condiciones laborales y sociales que frenaron los factores determinantes de las enfermedades, que crearon una dignidad y una autoestima de los trabajadores superior al pasado, que formaron varios tipos de participación en el poder y de parcial corrección de las formas del capitalismo. La reducción de las tasas de mortalidad (infantil y general), y la sensible disminución de muchas enfermedades, aún antes que se conocieran fármacos o vacunas eficaces (como ha ocurrido para la evolución de la tuberculosis en el siglo XIX) (diecinueve), demuestran cuanto es que estos procesos han  influido sobre el estado de salud, en el mejoramiento de las condiciones ambientales, sociales, educativas.  

Dos aspectos de la biopolítica
 
Estas tendencias han proseguido durante la primera mitad del siglo XX (veinte), sobre todo en los países más democráticos, y la salud ha adquirido mayor importancia: ya sea en los deseos de las personas por alcanzarla, como en los compromisos de la política por ofrecerla. Sin embargo, los numerosos progresos obtenidos han sido frenados, más que por la subsistencia de profundas injusticias, por dos tragedias que han caracterizado esa época: la rápida profundización de la primera y de la segunda guerra mundial, estalladas ambas en Europa y luego combatidas en casi todos los continentes; y la bárbara distorsión, que ha producido un connubio letal, de las relaciones entre ciencia y política, producto de la falsificación de la ciencia para justificar el dominio.

Me refiero a la idea, surgida en el clima de las conquistas coloniales, de la absoluta superioridad de algunas razas humanas sobre las otras. Esta idea era coherente con el intento de legitimar con las leyes de la naturaleza la excelencia de una estirpe y, así pues, con el derecho/deber de ejercer su dominio sobre las otras; y con el sueño regresivo de guiar por vía biológica el perfeccionamiento de nuestra especie. Esta tendencia tuvo muchos antecedentes, inclusive antes de tener una apariencia científica: me refiero a la esclavitud, al genocidio de los pueblos de África y de América, a la negación (hasta los años ochocientos, también aquí mismo en Brasil) de la libertad de los negros. Cuando la ciencia fue capturada por cálculos hegemónicos. El fundador de esta disciplina, Francis Galton, le dio también un nombre: eugenics. Sus obras, de Hereditary genius (1869) (mil ochocientos sesenta y nueve) a Essays on eugenics (1909) (mil novecientos nueve) tuvieron una amplia resonancia y muchas consecuencias trágicas en la vida de millones de personas y en las decisiones políticas: por ejemplo, con las discriminaciones introducidas en las leyes concernientes a las inmigraciones.

A la idea de la superioridad racial se añadió, para estrechar el círculo, el aberrante paralelismo entre los métodos de la medicina y los de la política. Se afirmó que, si la pregunta era: “¿Qué hacen los médicos si una parte del cuerpo está irremediablemente dañada, y corre el peligro de hacer morir al enfermo?”, la respuesta debería ser: “La extirpa, para salvarlo”; y se sostuvo, por analogía, que lo mismo se debe hacer si hay una parte de la población que corre el peligro de infectar a la armoniosa colectividad.

Según el principio de que “la política no es otra cosa que medicina aplicada a amplia escala”, a fines del siglo XIX (diecinueve) se empezó a individualizar cuáles eran en la sociedad los órganos, es decir las personas, irremediablemente dañados. Con el consenso de la ley, con el apoyo de ciencias que pretendían reconocer los miembros podridos, y con la participación de médicos hiperactivos, se intentó individualizar a los sujetos que debían descartarse o hacerse inocuos. El primer paso fue la esterilización de los enfermos mentales, para evitar que transmitieran a las generaciones futuras sus imperfecciones; el segundo fue la eliminación de los discapacitados graves, peso insoportable para la sociedad e incapaces de “una vida digna de ser vivida”; el tercero, por último, el exterminio sistemático de esas personas a las que se les consideraba pertenecientes a “razas” inferiores y hostiles respecto a la mayoría de sangre pura.
Esta doctrina se llamó biopolítica, y sus principios fueron convalidados por la autoridad del filósofo F. W. Nietzsche: “La vida no reconoce ni solidaridad ni igualdad de derechos entre las partes sanas y las partes enfermas de un organismo: hace falta cercenar a estas últimas o el organismo perece”. Afortunadamente, puede haber, también, otra biopolítica: una política por la vida, que responda al principio fundamental según el cual “toda persona nace igual en derechos” y que, coherentemente, actúe procurando el bien de todos.

Un gran ejemplo, y otro menor

Muchos análisis podrían demostrar cómo y porqué, durante el siglo XX (veinte), las políticas hayan tenido “una impresionante oscilación entre perspectivas de vida y perspectivas de muerte”. Una singular coincidencia de tiempos - y junto a ésta, una total discordancia de objetivos - quizás logre representar, mejor de innumerables testimonios, la total polaridad de las decisiones políticas en el contraste entre vida y muerte. Ya he recordado, hablando con vosotros en el Congreso de Río (agosto de 2006) lo que ocurrió en los primeros meses del año terrible 1942 (mil novecientos cuarenta y dos), en el apogeo de la segunda guerra mundial. En el mes de enero, Adolph Hitler, que había empezado a sufrir derrotas en Stalingrado y en África del Norte, reunió en la conferencia del Wannsee al estado mayor del nazismo, para hacer ejecutiva la decisión política del genocidio sistemático de los judíos, poniendo en marcha en los hornos crematorios esa operación que fue llamada “la solución final” de la cuestión hebraica.

En abril de ese mismo año William Henry Beveridge presentó, a nombre del Gobierno inglés, en la ciudad de Londres, flagelada por las bombas, el proyecto del Welfare State que afirmaba el derecho a la vida, a la salud y a la seguridad para todos los ciudadanos from the cradle to the grave (de la cuna a la tumba), independientemente de la clase, de los ingresos, del género y de la educación, basándose en el sistema de las pensiones, de la asistencia social y de la educación difusa. Habían antecedentes parciales, pero el Estado de bienestar fue una política organizada, que se difundió como una de las mayores conquistas del siglo.

Soy un poco reacio a hablar del otro ejemplo, mucho más pequeño, respecto a las dimensiones del impacto del Welfare State en el mundo, porque se refiere a una experiencia personal, de la que he sido partícipe y por tanto, me parece significativo. Realicé en la Universidad “La Sapienza” la tesis de licenciatura, en el año 1952 (mil novecientos cincuenta y dos), con una investigación efectuada sobre las diferencias en la mortalidad (infantil, general y por causas) en los diferentes barrios y suburbios de Roma en el período - que fue crucial para la Capital - entre 1935 (mil novecientos treinta y cinco) y 1950 (mil novecientos cincuenta). Me había impresionado la lectura de la relación realizada por Jacques Bertillon a principios del siglo XX (veinte), sobre las profundas diferencias de mortalidad con relación al censo en las ciudades de París, Berlín y Viena, y aún más la polémica de Cauderlier, según el cual “cuando un médico visita a un enfermo, no le pregunta si es rico o pobre”, sino si ha seguido o no las reglas de la higiene, que son “muy sencillas y al alcance de los menos ricos; basta respirar aire puro y no hacer excesos de ningún tipo”.

De mi tesis resultó confirmada una notable falta de equidad en la salud según la renta, el trabajo, la vivienda, el nivel de educación. Resultó además -dividiendo los datos de los quince años en tres períodos (antes, durante y después de la guerra)- que los desniveles de mortalidad infantil habían aumentado sustancialmente durante la guerra. Después, al cabo de unos años leí una investigación parecida a la mía, realizada para el mismo período sobre la mortalidad infantil en la ciudad de Londres: Apareció una situación diversa, mejor dicho opuesta, porque durante la guerra el gap social había sido reducido considerablemente.

¿Qué factores actuaron para hacer tan diversos los dos casos? En la capital italiana, que estaba repleta de pobres y de refugiados, que pensaban estar más seguros a la sombra de la Ciudad Abierta, había hambre y un difundido descuido para con los niños, y ausencia de cualquier ayuda para las familias. En Londres, que sufría todos los días la crueldad de pesados bombardeos, las instituciones proporcionaban asistencia y curas, distribuían la leche, privilegiaban en la alimentación a las mujeres y a los niños, y las relaciones de ayuda en la población contribuían para enfrentar las mayores dificultades. La diferencia entre las dos situaciones ha sido determinada, principalmente, por la presencia o la ausencia de políticas especificas y de solidaridad organizada. Hoy diríamos: en el empeño sobre los determinantes sociales de las enfermedades.

La Comisión (CSDH) y la OMS

Una contribución entre muchas otras al enfrentar este tema puede venir de la decisión de la Organización Mundial de la Salud, promovida por el director general Jong-Wook Lee en el año 2005 (dos mil cinco), al nombrar una Commission on Social Determinants of Health, constituida por veinte expertos y presidida por el epidemiólogo inglés Michael Marmot. La Comisión tiene la tarea de estudiar las realidades, de promover acciones, de solicitar a los gobiernos y a las instituciones locales, de involucrar ampliamente a la sociedad civil; y tiene el imperativo de completar su trabajo dentro del año 2008 (dos mil ocho) habiendo contribuido, posiblemente, a crear las bases científicas y las premisas políticas – ésta es la ardua labor – para solicitar experiencias para que se difundan y se enfrenten de modo permanente las profundas iniquidades en la salud, que existen entre países y entre los grupos sociales del mismo país. Brasil fue el primer país a crear, con características de gran prestigio, un Comité Nacional paralelo.

La idea central es que la medicina y la asistencia sanitaria constituyen sólo uno de los factores que influyen en la salud de la población. En realidad, las causas principales consisten en el amplio espectro de condiciones sociales y económicas en las que viven las personas: la pobreza en sus diferentes manifestaciones, las injusticias, el déficit de educación, la inseguridad de la alimentación, la exclusión y la discriminación social, la insuficiente tutela de la primera infancia, la discriminación de género, las viviendas malsanas, la degradación urbana, la falta de agua potable, la violencia difundida, la ausencia o la inadecuada calidad de los sistemas asistenciales.
Las consecuencias de estas situaciones pueden resumirse en pocas cifras, que ahora son bien conocidas, innegables y crudas en su esencia:

· La esperanza de vida al momento del nacimiento varía de 34 (treinta y cuatro) años en Sierra Leona a 82 (ochenta y dos) en Japón;
· La probabilidad de morir de una persona entre las edades de 15 (quince) y 60 (sesenta) años es del 8,3 % (ocho coma tres por ciento) en Suecia, 46,4 % (cuarenta y seis coma cuatro por ciento) en Rusia, 90,2 % (noventa coma dos por ciento) en Lesotho;
· La esperanza de vida en los países desarrollados varía de 5-10 (cinco a diez) años según las diferencias de renta, de educación y de condiciones de trabajo;
· En Australia hay una diferencia de 20 (veinte) años en la esperanza de vida entre los aborígenes y el promedio de los habitantes;
· Aproximadamente 11 (once) millones de niños por debajo de los cinco años murieron en el año 2002 (dos mil dos), y el 98% (noventa y ocho por ciento) de éstos habían nacido en países con escaso desarrollo;
· Las desigualdades en la renta crecen continuamente en los países que constituyen el 80% (ochenta por ciento) de la población del mundo (informe UNDP, 2005) (dos mil cinco);
· En el año 1996 (mil novecientos noventa y seis), 358 (trescientos cincuenta y ocho) millonarios disponían de una red de 760.000 (setecientos sesenta mil) millones de dólares, equivalente a los recursos disponibles para el 45% (cuarenta y cinco por ciento) de la población mundial entera.

Frente a estas situaciones, poquísimos gobiernos del mundo tienen un programa adecuado, que tienda a enfrentar con organicidad los determinantes sociales de la salud. Las premisas de toda labor de la CSDH están pues en el aprender de las precedentes experiencias, y en valorar los obstáculos y las oportunidades que quizás podrían consentir una substancial mutación.

Aprender de las experiencias

En la Constitución de la OMS, redactada en el año 1946 (mil novecientos cuarenta y seis), hay dos conceptos clarísimos. Uno es la indicación del objetivo: “alcanzar para todos los pueblos el nivel más alto posible de salud”; el otro es el instrumento para obtenerlo: “promover, en conexión con los Estados miembros y con las agencias internacionales, el mejoramiento de la nutrición, de las viviendas, de las condiciones económicas y laborales y de todos los demás aspectos necesarios del ambiente”. La Constitución de la OMS prevé luego “una integración y un sostén desde cerca entre la perspectiva biomédico/tecnológica y la social hacia la salud: pero esta unidad no ha sido perseguida durante la historia sucesiva de la organización”.

Después de la fundación de la OMS, los éxitos en la lucha contra las enfermedades se han multiplicado también por la difusión, amplia y algunas veces universal, de productos como los antibióticos y las vacunas; sin embargo, pronto predominó la idea, entre los especialistas, entre los gobernantes y también en la opinión pública, de que a través de la biomedicina se habrían resuelto todos los problemas. La eficacia de las campañas de erradicación de la viruela y la derrota en los intentos de erradicar del mundo a la malaria, que se ha demostrado imposible sin profundas mutaciones ambientales, sociales y culturales, pusieron pronto en clara evidencia el lado positivo y el negativo de la experiencia. En ese período, y también después, muchos gobiernos, incluyendo los de los países pobres, orientaron sus presupuestos a la construcción de grandes “palacios de la salud”, equipados con las últimas tecnologías y destinados a la cura de las elites urbanas, en lugar de invertirlos en programas de salud pública y dirigirlos hacia las zonas agrícolas donde vivía la gran parte de la población.

El viraje hacia las urgentes necesidades de las personas pobres y desfavorecidas, y hacia los determinantes sociales de las enfermedades, se empezó a efectuar en la década de los años sesenta y setenta: con la elección de programas sanitarios de tipo comunitario, con las formas participativas de asistencia y con el énfasis sobre la prevención y sobre las curas básicas, alcanzables por todos. Confirmando esta línea se encontraban las experiencias políticas de buena salud a bajo costo, efectuadas en el estado indio de Kerala, en Sri Lanka, en Costa Rica y en Cuba. Ellas demostraban que la salud puede mejorar también donde la renta per cápita no es alta, con tal de que haya allí un empeño del Estado y de la comunidad y una adhesión de las profesiones sanitarias a la creación de servicios difusos, calificados y accesibles, a difundir la educación de base, a enfrentar las raíces sociales de las enfermedades.

En 1976 (mil novecientos setenta y seis) Hafdan Mahler, entonces director general, propuso a la Asamblea general de la OMS una idea utópica, pero muy movilizadora: la salud para todos en el año dos mil. La prioridad de la asistencia de base (primary health care) estaba acompañada por una explícita referencia a las causae causarum: “El objetivo implica la eliminación de los obstáculos a la salud, esto es la eliminación de la malnutrición, de la ignorancia, del agua contaminada, de las viviendas malsanas, que son tan importantes como la solución de los problemas médicos”.

El año 1978 (mil novecientos setenta y ocho) marcó al mismo tiempo el triunfo y la decadencia de estas orientaciones. La Conferencia de Alma Ata (Kazakhstan), con la presencia de más de tres mil participantes y de 67 (sesenta y siete) organizaciones internacionales, lanzó nuevamente al mundo la propuesta de Mahler. Al mismo tiempo, sin embargo, el mundo se convertía en otro. Empezaba la era del neoliberalismo: una corriente de pensamiento y de acción propensa a considerar la salud como fuente de inversiones económicas, a criticar la sanidad pública como un obstáculo a la iniciativa privada, a desatender el valor de los bienes comunes, a desplazar el cuadro de comando de la OMS a otras Agencias internacionales: el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio. A partir de la década de los años Ochenta, el objetivo de la salud para todos los seres humanos desapareció del horizonte político. A la idea de que ella pueda ser una finalidad del desarrollo, un multiplicador de los recursos humanos y una prioridad del empeño público, se ha opuesto casi en todas las partes otra: que los sistemas universales de salud son un peso para los recursos de los Estados y un obstáculo para el crecimiento de la riqueza.

La justificación moral de estas orientaciones ha sido, en el mejor de los casos, la certeza de que la conjunción virtuosa entre el progreso científico y el libre mercado habría extendido gradualmente sus beneficios hacia todos. Desgraciadamente, esta profecía no se ha verificado. Su fracaso no puede hacernos olvidar los progresos de hecho, no debe hacernos esconder los defectos de muchos sistemas sanitarios públicos, no puede inducirnos a negar que la ciencia y el mercado sean, si se utilizan con cautela, unas de las creaciones más positivas del ingenio humano. La conjunción, sin embargo, no ha sido virtuosa: al contrario. El diagnóstico más evidente del fracaso, y el impulso más urgente para el cambio, está en el crecimiento exponencial de las desigualdades: tanto entre países como en cada país, tanto en la salud como en la esperanza de vida.
 
En una época en la que tenemos gran parte de los conocimientos y de los medios necesarios para contrastar la mayoría de las enfermedades, ¿Se puede aceptar que existan personas, grupos, países en los que “el nacimiento es riesgo de muerte”, como escribía el poeta italiano Giacomo Leopardi, en los cuales superado este riesgo se encuentran otros, y se vive por tanto un tercio o la mitad de los años de los que gozan los privilegiados? ¿Cómo se puede definir este fenómeno, sino como un crimen de lesa humanidad?

El paleoliberalismo de Adam Smith

Mirando al reciente pasado, se puede constatar que en el siglo XX (veinte) han habido muchos crímenes, guerras y dictaduras, pero también muchas conquistas. Entre éstas, el haber conseguido domesticar mediante las luchas sociales, el espíritu salvaje del capitalismo y el haber dado voz nuevamente, mediante las luchas del pueblo, a los países que habían sido dominados por el colonialismo y después por el neoliberalismo. Como consecuencias para la biología humana y para la antropología y la sociedad, se pueden individualizar y destacar tres fenómenos nuevos, extraordinarios y en general positivos en la historia de la nuestra especie: la emancipación de las mujeres; el crecimiento exponencial de la población; y la prolongación (casi al doble) de la duración media de la vida (life expectancy).
 
No puedo comentar estas tendencias, pues crea ventajas y problemas e implica inmensas responsabilidades. Quiero solamente constatar que, en las ultimas décadas del siglo pasado, precisamente en este terreno se han manifestado señales regresivas, desigualdades incrementadas entre los países y dentro de ellos, y los progresos de algunos han sido pagados, a caro precio, por los otros.

Volviendo a las estadísticas y a las iniquidades de la salud y de la vida misma, se puede hacer una reflexión sobre dos preguntas distintas:
¿Por qué en Japón la esperanza de vida es de 82 (ochenta y dos) años, y en Sierra Leona de 32 (treinta y dos)?
¿Por qué en Inglaterra un trabajador no calificado vive 7 (siete) años menos que un profesional?

La respuesta a la primera pregunta es sencilla: Japón es el país más longevo del mundo porque es rico, tiene menores desequilibrios que otros países (EE.UU.) y más cohesión social, y un eficaz sistema universal de prevención y de curas. En Sierra León las personas viven menos de la mitad que en Japón porque falta comida, agua, trabajo, asistencia, educación, porque arrecian el Sida, la tuberculosis y la malaria; porque se habla mucho de solidaridad pero los países ricos atraen a los pocos médicos y enfermeros que han quedado en el lugar, se habla de “ayudas humanitarias” pero la Unión Europea, por ejemplo, por cada euro donado sustrae dos a través del comercio desigual.

La respuesta a la segunda pregunta es más complicada. A los trabajadores genéricos y a los empleados subalternos, raramente les faltan los recursos esenciales para vivir: agua, comida, vivienda, curas, educación de base. Michael Marmot ha definido sus condiciones como status syndrome, basada en factores materiales como la calidad del trabajo, la renta, el riesgo, las discriminaciones basadas en el género y en la etnia, y también inmateriales: la dependencia, la falta de control sobre la propia vida, la inducción hacia comportamientos nocivos, la gratificación negada al propio trabajo, la caída de la autoestima. En otras palabras, la ausencia de lo que Adam Smith definía, en su Teoría de los sentimientos morales, como “la importancia de tener lo que es necesario para desempeñar el propio papel sin vergüenza” (3).

Con dignidad, pues. Contrastando la indiferencia de los inertes e intentando suscitar sentimientos de solidaridad. Esta definición está en la base de su Teoría de los sentimientos morales, y las palabras son inequívocas, “Por cuanto egoísta se pueda considerar al hombre, están presentes claramente en su naturaleza algunos principios que lo hacen partícipe de las fortunas ajenas, y que hacen necesaria para él la felicidad de los otros, a pesar que de ella él no obtenga otra cosa que el placer de contemplarla … tal sentimiento … no es de ningún modo privilegio del virtuoso o del compasivo … Ni siquiera el mayor canalla, el más incorregible trasgresor de las leyes de la sociedad está totalmente privado de él.”

El primer capítulo de la Teoría de los sentimientos morales está, por tanto, titulado la simpatía, que constituye “el único principio que puede conducir a unidad la génesis de los diferentes tipos de juicio moral”; y este tema ha sido retomado varias veces en la obra más famosa de Adam Smith An inquiry on the nature and the causes of Wealth of Nations (1776) (mil setecientos setenta y seis), donde el análisis económico no se separa nunca de la enunciación de un comportamiento ético.

Desde cuando me he acercado a estas lecturas, los que conocen mi trayectoria pueden constatar que tengo cada vez mayor estima en el paleoliberalismo, y cada vez mayor desconfianza y hostilidad hacia el neoliberalismo. He estado confortado luego por la lectura del libro de Amartya Sen sobre Ética y economía, que indica los límites de una conducta que apunte sólo a las motivaciones interesadas y egoístas, y de una teoría que se revela inadecuada también en el plano más estrictamente económico. A esto se ha añadido el rechazo hacia las afirmaciones de Milton Friedman, según el cual la única ética de la economía es el provecho, y hacia las profundas consecuencias que han derivado de esas orientaciones.

Entre pasado y futuro

En el siglo XX (veinte), las mayores fuerzas propulsoras han sido … la ciencia y el mercado, y el mayor conflicto en los países industrializados ha tenido lugar entre las clases trabajadoras y el capital. Al mismo tiempo, sin embargo, dos sujetos habían asumido la existencia de fundamentos comunes, que Marcello Cini describe en su libro Il supermercato di Prometeo (5) (El supermercado de Prometeo):

“El primero, en el ámbito de la relación entre el hombre y la naturaleza, era la asunción de la posibilidad de un crecimiento ilimitado de la producción de bienes materiales, obtenido a través de la realización del ideal baconiano de sometimiento total de la naturaleza al dominio del hombre”. En realidad, este ideal había estado patrocinado por largo tiempo, y sancionado como mensaje divino en el acto mismo de la creación del hombre: “Creced y multiplicaos y llenad la tierra, y dominad sobre los peces del mar y sobre los pájaros del cielo y sobre cualquier otro animal que se mueve sobre la tierra” (Génesis, 1.28). En otro pasaje se dice que Dios “cogió al hombre y lo puso en el Jardín del Edén para que lo trabajase y lo custodiara” (Génesis 2.15). Sin embargo, gradualmente, y de manera acelerada en los dos últimos siglos, y ahora precipitadamente, ha arrasado el “mensaje del dominio” sobre el “del trabajo y de la custodia”. A partir de este momento “ya no es la desnuda naturaleza sino el poder conseguido para dominarla lo que amenaza al individuo y a la especie. Bajo esta condición el hombre se ha convertido para la naturaleza en más peligroso de lo que, hace un tiempo, la naturaleza lo era para él, la tecnología cesa de ser una fuerza neutra del obrar humano y se convierte ineludiblemente en un objeto de la ética”.

El segundo fundamento común estaba, en el cuadro de las relaciones sociales, en la convicción de que “el crecimiento habría llevado por si mismo a un progreso material y cultural de las condiciones de vida de toda la humanidad, al punto de conducir poco a poco la afirmación, hasta su definitiva desaparición, de los conflictos entre las clases y entre los diferentes pueblos de la tierra”. Vista desde el punto de vista del movimiento socialista y comunista, la transición habría comportado, con la desaparición de las clases, el reconocimiento de la igual dignidad de todo individuo; vista desde el punto de vista opuesto, el bienestar universal se habría alcanzado gradualmente a favor de todos, en cascada, por obra de la conjunción entre ciencia y mercado.

La realidad es que, junto a muchos progresos, no han habido nunca tantas personas privadas de la propia dignidad y de la misma vida, que han muerto prematuramente por hambre, por pobreza, por enfermedades evitables, y jamás las injusticias han sido tan evidentes.

En los últimos años han emergido también muchas novedades positivas entre las cuales el conocimiento de los hechos y el empeño para corregir las injusticias: “las informaciones sobre las discriminaciones, torturas, miserias, enfermedades y abandonos ayudan a coligar las fuerzas que contrastan estos eventos, ampliando la oposición únicamente de las víctimas a los ciudadanos activos. Esto es posible porque la gente tiene la capacidad y la disponibilidad de reaccionar hacia las dificultades de los otros, y muchos tienden a hacer necesaria para ellos también la felicidad ajena.

A esto se añade una nueva reflexión moral, referida no sólo a la proximidad sino también a la distancia temporal y espacial, esto es a las expectativas globales, a la interrelación entre la dignidad de los individuos y las metas de la colectividad, para promover la seguridad y el bienestar de todos. De allí el pasaje de la embriaguez, de quien es privado, a la conciencia de que existen “bienes materiales comunes” como la naturaleza, el clima, las aguas, los recursos energéticos, y bienes comunes inmateriales como la educación, el conocimiento, la información, la innovación.

Sobre estos temas hay en andamiento profundas innovaciones, que parten del impulso dado a una economía del saber, que se convierte en el terreno privilegiado en la producción del provecho, en el crecimiento de las personas, en la distribución del poder, en el valor y en la dignidad del trabajo.

Para terminar

Y la salud. En la “Declaración Universal sobre la Bioética y los Derechos Humanos”, la UNESCO ha reconocido que el alcance del estándar más alto posible de salud es uno de los derechos fundamentales de las personas, sin distinción de raza, religión, opiniones políticas y condiciones sociales.

Frente a esta exigencia, es necesaria una acción colectiva y una meta común.

Dos semanas atrás una entrevistadora brasileña (Fernanda Marques), en la preparación de este viaje, me ha propuesto ocho preguntas. La última era: “¿Cree Ud. cree en el socialismo del siglo XXI ?”

No estoy seguro, pero sé que en el pasado este movimiento ha permitido asociar la libertad y la justicia, controlar y limitar el espíritu salvaje del capitalismo; ha promovido la participación popular en la vida política y ha contribuido para crear sociedades con menores diferencias entre clases, géneros, grupos étnicos. Y donde, por otro lado, este movimiento no ha existido, la sociedad siempre ha sido más injusta, y menos participativa.

Hoy, superada la idea de que la conjunción entre el libre mercado y la ciencia puede resolver todos los problemas del mundo, se crean nuevas motivaciones para actuar a favor de la colectividad, es decir, en favor de todos los individuos. Una consiste en el reconocimiento de la existencia de una economía de mercado regulada, y al mismo tiempo, en el rechazo de la existencia de una “sociedad de mercado” hostil a cualquier otro valor. La otra responde a la evidencia de que la humanidad entera ha sido llamada a enfrentar el más grande riesgo al que nunca antes se había enfrentado: la progresiva destrucción del equilibrio ambiental que ha hecho posible nuestra evolución y nuestra presencia. El mayor empeño, sin lugar a dudas, debe ser volcado hacia la vida de las futuras generaciones.

Esto implica un despertar de la conciencia y de una voluntad para actuar. En el discurso que el Doctor Luis Inácio Lula da Silva ha pronunciado aquí, él ha declarado: “Não há país nenhum no mundo que consiga dar passos importantes, em nenhuma área, se as pessoas não estiverem com a auto-estima muito elevada, se as pessoas não estiverem acreditando naquilo que estão fazendo, se as pessoas se acharem subalternas, se não tiverem garra para lutar”. Una exhortación, por tanto, a la confianza y al optimismo.

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